domingo, 21 de abril de 2019

Ira deorum: del pensamiento romano al cristiano


I

Visualícese el lector en la provincia romana de Judea. Es al rededor del año 10 del (aún inexistente) calendario cristiano. Comerciantes y viajeros de todo el imperio hacen paradas en las posadas y mercados interactuando con los locales, que, acostumbrados a los viajeros, exhiben sus telas y cerámicas en el mercado.

Inmersos en su charla y lejos de casa, soldados romanos caminan en grupo por un sendero árido e, irritados por el polvo, el bochorno y la insolación del este, bordean la parte sombreada de la calle a vista y paciencia de un grupo de niños jugando con el barro cerca de un pozo de agua estancada. Uno de los soldados saluda a los niños, quienes rápidamente entran a una vivienda de adobe agrietado con una tela extendida donde, probablemente, alguna vez hubo un techo.


Fluyen las monedas de oro y plata con escrituras exóticas y nombres de monarcas desconocidos en el mercado de esclavos cerca al templo, por donde resuena el bullicio de la actividad urbana. Ahí, por tercera vez en lo que va del año, otro hombre envuelto en harapos y demacrado predica a la multitud indiferente e inmersa en sus actividades.

Cuenta sobre una misión que le fue revelada en el desierto por un ser en llamas pero, interrumpido por las risas de los asistentes al templo, que no es primera vez que escuchan a alguien expresarse de esa manera, éste lanza maldiciones y recita mantras religiosos de memoria hasta que uno de sus familiares lo distrae y se lo lleva de regreso a casa, logrando que nadie lo vea cuando sus ojos se desviaron tanto que no se veían más sus pupilas. Balbucea palabras inexistentes y las grita conforme una fiebre -y luego un trance- aumenta. No era el primero en hacerlo, no era el único ni sería el último.


Por su parte Roma no tenía mayor interés en el territorio de Judea más allá del hecho de que estaba entre las provincias de Siria y Egipto y resultaba una ruta terrestre conveniente para el comercio y el desplazamiento de tropas entre Europa y África. Sin embargo, el pueblo de Judea era políticamente volátil y presentaba, con frecuencia, rebeliones y disputas que hacían que la región fuese inestable. Ello implicaba que las rutas terrestres de Europa a África no fuesen siempre seguras, lo que finalmente terminó motivando al imperio a tomar control directo de la zona con el propósito de estabilizar el comercio y el transporte.


En sus inicios nadie podía imaginar el impacto que la anexión, en apariencia intrascendente, de este pueblo del desierto y su cultura tendría en Roma y, de hecho, en el mundo occidental. La religión de la zona de Judea difería de la religión romana en aspectos que, luego, fueron adoptados e intensificados por sectas que eventualmente se separarían para crear una nueva religión, como veremos a continuación.


La religión romana estaba definida por ser inclusiva. No era una doctrina única, sino un conjunto de cultos abiertos a la transformación que encajaban en una de dos categorías: domésticos o públicos. Los primeros se practicaban en el hogar y estimulaban la unión familiar, mientras que los segundos se realizaban, como su nombre sugiere, en público y estimulaban el patriotismo y la cooperación ciudadana. El propósito de la religión romana era lograr y mantener la pax deorum o paz de los dioses, que, según creían, era una armonía imprescindible entre dioses y humanos para  la continuidad del Estado. Los dioses brindaban salus publica o bienestar a Roma a cambio de que los romanos les rindieran culto con sus rituales correspondientes (Wissowa, 1912).


Explica Harari (2014) que “se esperaba que los pueblos sometidos de todo el imperio respetaran a los dioses y rituales imperiales, puesto que tales dioses y rituales protegían y legitimaban el imperio. Pero no se les exigía que abandonaran sus dioses y rituales locales” y que “en muchos casos, la propia élite imperial adoptaba los dioses y rituales del pueblo sometido. Los romanos añadieron voluntariamente la diosa asiática Cibeles y la diosa egipcia Isis a su panteón", por ejemplo. Queda sugerido que, de una manera tácita, la religión romana era la religión del Estado. Los dioses de otras culturas invadidas eran anexados y pasaban a formar parte del panteón romano con la intención de canalizar la religiosidad de los pueblos conquistados hacia la pax deorum y, por extensión, incluirlos en la vida cívica del imperio.


Incluso el historiador griego Polibio (208-125), que reflexionó sobre el porqué de la hegemonía romana, percibió la importancia de lo que otros llamaron la "Mentira Noble" en la cohesión social a gran escala. Al respecto escribió:

"La peculiaridad por la cual a mi juicio el Imperio romano es superior a todos los demás, es la religión que en él se practica. Lo que en otras naciones sería considerado reprobable superstición, aquí en Roma, constituye los cimientos del Estado. Todo lo que le atañe se reviste de tal pompa y hasta tal punto condiciona la vida pública y privada, que nada podrá nunca hacerle competencia. Creo que el Gobierno lo ha hecho aposta, para las masas. No sería necesario si un pueblo estuviese compuesto exclusivamente de gente ilustrada, pero para las multitudes, que siempre son obtusas y fáciles a las pasiones ciegas, es bueno que por lo menos exista el miedo para tenerlas sujetas" (Montanelli, 2006).


La creencia en la pax deorum, que permitía la apertura a lo nuevo y su inclusión, se vio reflejada no solo a nivel religioso, sino filosófico, artístico, arquitectónico, político entre otros. Si aceptamos que una característica distintiva de la Antigua Roma era su flexibilidad para incorporar el conocimiento de otras culturas a la suya y transformarse en el proceso, entenderemos cuan central era el tipo de religiosidad romana en mantener un nexo entre sus ciudadanos y el Estado. Al respecto opina Harari (íbid.) que “el invento del politeísmo es favorable a una tolerancia religiosa de mucho alcance”. Por ello en el imperio la ciudadanía, la vida política y la vida religiosa estaban íntimamente relacionadas.

Sin embargo la antigua cristiandad negaba abiertamente a los dioses romanos por lo que, en principio, no podía ser anexada al panteón. Ello implicaba que aceptar el cristianismo era negar no solo a otras religiones, sino a la autoridad misma de Roma. Esa forma de pensar era contraria a los intereses del imperio, por lo que dejar que se infiltre en la ciudadanía y mezcle con la política podía ser devastador para la cohesión del mismo y causar lo que en su tiempo llamaron la ira deorum o ira de los dioses (Tromp, 1921). Conocer el concepto romano de pax deorum ayuda a entender por qué los cristianos llegaron a ser perseguidos y vetados de la vida política.


Gracias a fuentes romanas, sabemos que, al menos para al rededor del año 110 ya había sectas cristianas al este del imperio y que, además, no eran bien vistas por los locales.

En una carta, el gobernador de Bitinia le escribió al emperador pidiéndole consejo sobre cómo reaccionar a ese nuevo grupo contrario a las costumbres del imperio que responde al nombre de cristianos. Sobre ellos escribió: "no encontré más que una degradada superstición sin límites. (...) La infección de esta superstición se ha extendido no solo a través de las ciudades, sino también a través de las aldeas y áreas rurales, pero parece probable que se pueda detener y corregir" (Walsh, 2006).

Menciona en su carta, además, la inflexibilidad y la terquedad como características que destacan entre esas personas, al escribir: "A aquellos que persistieron en su terquedad los mandé a ejecutar, pues no tenía duda de que lo que fuese que estuviesen confesando, su obstinación y testarudez inflexible debía ser castigada de todas formas".


Y aunque, al parecer, eran determinados e inflexibles en relación a sus creencias, éstas diferían prácticamente de grupo en grupo, lo que hacía muy difícil que todos aquellos que se identificasen como cristianos reconociesen a otros como tales. ¿El culto era una rama del judaísmo o una nueva religión? ¿Solo los judíos podían ser cristianos o cualquiera podía unirse? ¿Cristo reemplazó la ley de Moisés o la expandió?

Uno de los dilemas en el contexto de determinar la relación entre cristianismo y judaísmo, en apariencia superfluo pero históricamente relevante, fue la obligatoriedad de la circuncisión.
Por ejemplo los cristianos que se veían a sí mismos como judíos fieles a la ley de Moisés insistían en prescribir la circuncisión para todo el que se convirtiese, y uno de los argumentos en contra era que tal requisito disminuiría significativamente la cantidad de adeptos interesados. Es en el contexto de ese debate que Pablo escribió sobre la circuncisión (Gálatas 2:3-5).


Quienes insistían en prescindir de la circuncisión sabían que para que la religión realmente crezca iban a tener que convertir no solo a los esclavos, los pobres y los, en aquel entonces llamados, bárbaros, sino a los ciudadanos de Roma. Y una de las maneras de acercarse a esa meta era remover algunas de las tradiciones judías que los romanos podrían encontrar más difíciles de aceptar.

La estrategia resultó y con el tiempo los cristianos que abandonaron su identidad como judíos fueron ganando más adeptos que aquellos que mantuvieron todas las exigencias originales. Sin embargo, una vez que el cristianismo fue distanciándose del judaísmo y tomando la forma de una nueva religión, nuevos desacuerdos internos generaron divisiones irreconciliables. Se intensificó el debate sobre la naturaleza de Cristo: Estaban de acuerdo en que era la figura más importante de la cristiandad pero ¿era un hombre o un espíritu? ¿Cuál era su relación con Dios?


La naturaleza del conflicto en esta época quedó retratada en las cartas del obispo Ignacio de Antioquia. Fue condenado a morir en el Coliseo y en su camino a Roma escribió una serie de cartas en las que se lee una clara advertencia a sus seguidores. Lo llamativo es que no advierte sobre los romanos, sino sobre los cristianos docetistas que enseñaban que Cristo era espíritu puro y no hombre. Para Ignacio, la muerte y resurrección de Cristo es lo que daba sentido a su sacrificio. Incluso, en su carta a los tralianos, expresó estar consciente de que de ser cierta la doctrina doceta, su muerte sería en vano:

"Pero si fuera como ciertas personas que no son creyentes, sino impías, y dicen que Él sufrió sólo en apariencia, siendo ellos mismos mera apariencia, ¿por qué, pues, estoy yo en cadenas? Y ¿por qué también deseo enfrentarme con las fieras? Si es así, muero en vano" (Párrafo X).


En el fondo, la necesidad de defender la corporeidad de Cristo, independientemente de su valor de verdad, era una cuestión que no podía ser dejada de lado sin debilitar a los grupos cristianos que encontraban fortaleza en el arquetipo del mártir, por lo que la necesidad de su defensa fue más política que metafísica. De ahí que, por ejemplo, Juan haya sido tan enfático en sus epístolas con la palabra "carne":
"y todo espíritu que no confiesa que Jesús, el Cristo, es venido en carne, no es de Dios; y éste es el espíritu del anticristo" (1 Juan 4-3).

Los conflictos internos eran visibles. Poco más de cincuenta años después de que el gobernador de Bitinia compartiese con el emperador sus apreciaciones sobre los cristianos, el filósofo Celso escribió (Bodelón, 2009):

"Se aíslan de nuevo de la gran mayoría, se anatematizan los unos a los otros, teniendo sólo en común propiamente el nombre de cristianos, por el que todos luchan. Ésta es la única cosa que tendrían vergüenza en abandonar; porque en lo demás, unos profesan unas cosas y otros otras".

"...unos confiesan tener el mismo Dios que los judíos; otros lo niegan, pues afirman que el que envió al hijo es un Dios opuesto al primero".

"Se injurian hasta la saciedad los unos a los otros con todas las afrentas que les pasan por las mentes, rebeldes a la menor concesión en son de paz, y están animados de un mutuo odio mortal".


Para los cristianos de aquel entonces, su peor enemigo no eran aquellos romanos a convertir, sino otros cristianos que les quitaban los adeptos y que, desde su punto de vista, destruían o corrompían su mensaje. Sus maneras de discutir le resultaban de mal gusto a quienes estuviesen acostumbrados a la mayéutica y a la dialéctica. Escribió Celso (íbid):

"Ninguno de ellos quiere ofrecer o escrutar las razones de las creencias adoptadas. Dicen generalmente: «No examinéis, creed solamente, vuestra fe os salvará»; e incluso añaden: «La sabiduría de esta vida es un mal, y la locura un bien»".

"¿Acaso se dirigen a los hombres sensatos para inculcarles sus tosquedades? No, pero si atisban en alguna parte un grupo de niños, de mozos de flete o de gente grosera, es allí donde implantan sus reales, estacionan sus industrias y se hacen admirar".


"Los maestros de los cristianos ni buscan ni encuentran discípulos, sino entre hombres sin inteligencia y de espíritu obtuso".

"...llenos de un inicuo desprecio por los demás humanos e inflados con una injusta y vana confianza en sí mismos, imaginarían, cada vez que enunciasen una cosa, poseer conocimientos maravillosos".


Decidir cuál era la naturaleza de Cristo que debía predicarse era fundamental para definir la religión entera. Si Cristo era solo un ser espiritual, no podía sufrir ni morir en la cruz, por lo que su sacrificio y resurrección perdían significado. Sin decretar que Cristo fue hombre no se podía decir que hizo un sacrificio por los pecados de la humanidad ni hacer del sufrimiento una virtud. Sin mencionar que si se abandona la idea de la resurrección no sería posible ofrecer la vida eterna.

Esto último era un problema mayor, ya que especialmente durante la época en la que el cristianismo se perseguía y castigaba con la muerte, el sufrimiento como señal de virtud y la vida eterna como la recompensa por la lealtad incondicional eran incentivos indispensables para mantener la cohesión grupal. Incluso en vista de que postular que Cristo era hombre y que resucitó estaba en los intereses de quienes pensaban en la supervivencia del culto a largo plazo, se reforzó posteriormente esta idea con el concepto de la "transubstanciación" en las ceremonias.

"El cuerpo de Cristo"

De ese modo, uno podría argumentar que la persecución romana hacia los cristianos creó una forma de selección natural a la que principalmente sobrevivieron los que se adaptaron reinterpretando y enfatizando aspectos del sufrimiento y la muerte. Algo tan adaptado a la adversidad, que se fortalece con la misma, si se quiere. Con preocupación, Celso hizo una advertencia:

"...si todos los demás hiciesen como vosotros, nada impediría que el emperador se quedase en solitario y abandonado y el mundo entero se tornaría presa de los bárbaros más salvajes y más groseros".


"No se puede tolerar oíros decir: (...) «nos haremos oír por sus sucesores, hasta que todos se nos hayan entregado» (...). Sin duda es lo que no dejaría de suceder, a menos que un poder más esclarecido y más previsor os destruya a todos de arriba abajo, antes de perecer por culpa vuestra".

Y aun así, con optimismo, el filósofo apostó por el diálogo y la integración antes que por la persecución:

"Por ello, cesad de hurtaros a los deberes civiles y de impugnar el servicio militar; tomad vuestra parte en las funciones públicas, si fuere preciso, para la salvación de las leyes y de la causa de la piedad".

II

Para inicios del siglo IV el sistema político del imperio había sufrido varios cambios tras largas guerras civiles. Ahora el imperio era administrado por dos emperadores llamados los Augustos, cada uno con un heredero que llevaba el título de César que lo reemplazaría tras su muerte o tras veinte años en el poder. En el año 305 le correspondía abdicar a los Augustos Maximiliano y Diocleciano, lo que elevó a los Césares Constancio Cloro y Galerio a la categoría de Augustos. No obstante un problema surgió al momento de nombrar a los Césares que los sucederían.


Constancio Cloro, Augusto del extremo noroccidental del imperio, no reconoció al César asignado para sucederlo, pues quería que sea su hijo quien ocupe el cargo. Tras su muerte al año siguiente luchando contra los Pictos, su hijo Constantino fue nombrado ilegítimamente Augusto de la región. El Augusto Galerio insistió en que para respetar el orden establecido debía ser su amigo Severo II quien ocupase el cargo de Augusto. Constantino, que al menos quedó como César, aceptó.

Respecto al contexto político, cuenta Prann (2016) que “Roma había sido el centro del Imperio durante siglos, pero había decaído en importancia política en los últimos cien años. Constantino, como la mayoría de los soldados, consideraba a Roma como un lugar de hombres débiles, mujeres prostitutas y políticos mentirosos. El siglo posterior a Marco Aurelio había sido conocido como «los años de decadencia» y esa decadencia se aplicaba tanto a los gobernantes como a la población en general”.

Entonces en 306 un golpe de Estado en Roma acabó con la vida de Severo II y tras varias luchas por el poder y el fallecimiento del Augusto Galerio, Constantino marchó a Roma con sus tropas para poner fin al conflicto en el evento histórico que fue conocido como la Batalla del Puente Milvio (íbid.).


Los detalles militares de la batalla son irrelevantes para este texto, pero cabe resaltar que el cristianismo tuvo su oportunidad de resurgir cuando Constantino se mostró a favor del culto para obtener el apoyo y cohesión que necesitaba para abrumar a sus adversarios. Finalizado el conflicto en 312, Constantino pasó a ser emperador de la región occidental del imperio, mientras que un hombre llamado Licinio fue el emperador de la región oriental y, por un tiempo, lograron coordinar eficazmente sus gestiones. Por ejemplo, llegaron a firmar el Edicto de Milán que le otorgaba la legalidad al cristianismo, lo que permitió que sus adeptos pudieran participar en política.

Nótese que quienes rezan son soldados romanos.

Constantino, a su vez, apoyó económicamente a la Iglesia, concedió privilegios al clero, construyó basílicas y promovió a cristianos en altos mandos. Supo aprovechar políticamente su apoyo al cristianismo: su reinado adquirió matices teocráticos, eventualmente conquistó el territorio oriental del imperio bajo el mando de Licinio y se convirtió en emperador único con sede en la antigua ciudad de Bizancio, la cual renombró Nueva Roma, pero fue mejor conocida en griego como "La Ciudad de Constantino"(que derivó en el nombre "Constantinopla"). 

Aunque no sería hasta el año 380 que el cristianismo sería declarado la religión oficial del imperio, lo impensable en los tiempos de Celso e Ignacio de Antioquia había ocurrido: el cristianismo había llegado a las altas esferas del imperio.

III

Luego de su larga etapa de persecución, el cristianismo que sobrevivió era relativamente menos heterogéneo que el de antes, pero ello no impidió que la nueva estabilidad reavivase las rivalidades y discrepancias internas. Ahora que el cristianismo estaba permitido, la nueva casta sacerdotal se preguntaba qué hacer con aquellos cristianos que renunciaron a su fe durante la persecución cuando los amenazaron con la muerte. ¿Eran ellos iguales que aquellos cristianos que nunca renunciaron? Esta pregunta desató nuevas enemistades.


Por ejemplo en África del Norte se nombró Obispo de Cártago a un hombre llamado Cicilio que traicionó su a fe durante la persecución y por ello, muchos cristianos en África no lo reconocieron como una autoridad legítima y terminaron eligiendo como su propia autoridad a un hombre llamado Donato. Y así nuevos bandos volvieron a fragmentarse.


La crisis escaló a un punto en el que, pese a que el emperador Constantino intervino en favor de la autoridad designada por Roma, los donatistas no cesaron de predicar su desacuerdo y rechazo a Roma durante siglos, llegando a generar sentimientos anti-romanos en las provincias africanas que facilitaron su debilitamiento político y posterior anexión al mundo musulmán.

A su vez, mientras el donatismo proliferaba en Cártago, en Alejandría se expandía la doctrina del profeta Arrio, un sacerdote que predicaba su propia versión de la Trinidad.  En Alejandría, la filosofía predominante era el helenismo, y fue su contacto con el cristianismo lo que creó el contexto en el que "la doctrina de la Trinidad empezó a ser explorada" (Tanner, 2011). Fue en esa ciudad que las enseñanzas de Arrio, quien predicaba que Cristo no tenía la misma condición divina que Dios, fueron bien recibidas por muchos cristianos locales, pero condenadas y prohibidas por las autoridades encabezadas por el Patriarca Alejandro. Este conflicto terminaría atendiéndose en uno de distintos concilios o congresos convocados a lo largo de los siglos.


El historiador católico Norman Tanner (íbid.) describe a los primeros concilios como "decisivos para el desarrollo de la doctrina cristiana". Cuenta Tanner que Atanasio, discípulo y sucesor del Patriarca Alejandro, fue crucial en persuadir a la mayoría de los obispos de que "lo que estaba en juego eran problemas teológicos serios que no podían ser comprometidos, y que una condena clara de las enseñanzas de Arrio era la única solución aceptable".

Finalmente Atanasio negoció el apoyo de suficientes obispos para decretar que la formulación de Arrio era herética y amenazar con condenar y excomulgar a quienes predicasen esa versión de la fe. De ese modo se consiguió que casi todos los asistentes firmasen lo que luego se conocería como el Credo Niceno Constantinopolitano, que reafirmó a la Trinidad como el mismo ser.


Aunque con los siglos el Credo Niceno se impondría como la versión correcta del cristianismo, decretar herejía al arrianismo no lo desapareció inmediatamente. Incluso se propagó por misioneros en los pueblos godos al norte. Ello, a largo plazo, fomentó que éstos no se integrasen completamente al imperio. De hecho, los visigodos que exigieron tierras propias al imperio y saquearon Roma en el año 410 eran cristianos arrianos.

Ya desde la época del emperador Teodosio I el cristianismo había sido elevado a la categoría de religión oficial del imperio y para la época de Teodosio II éste se había vuelto la fuerza política predominante, por lo que sus disputas internas no solo fraccionaban al culto en sí, sino al imperio mismo. Para esbozar una imagen del clima político de la época, tomemos el caso de Hipatia de Alejandría.


Hipatia fue maestra de matemáticas, filosofía y astronomía. Russell (1945) la describe como "una dama distinguida que, en una época de intolerancia, se adhirió a la filosofía neoplatónica y dedicó su talento a las matemáticas". Se sabe más sobre su docencia filosófica que sobre sus investigaciones matemáticas y astronómicas, ya que éstas no sobrevivieron al tiempo. Era, según explica Dzielska (2004) "una consejera estimada en cuestiones de actualidad tanto para los funcionarios municipales como para los imperiales que visitan Alejandría" y sobre su personalidad, explica que "todas nuestras fuentes concuerdan en que es un modelo de valor ético, rectitud, veracidad, dedicación cívica y proezas intelectuales".


Para el año 414 un conflicto entre facciones cristianas y el Estado escaló. El gobernador Orestes resistía los intentos del Patriarca Cirilo de reducir el campo de acción del poder civil y surgieron rumores de que Hipatia, cercana al gobernador, instigaba tal resistencia (íbid.). Sobre este conflicto el obispo Juan de Nikiu (fl. 680-690) escribió en su crónica: "Y en aquellos días apareció en Alejandría una mujer filósofa, una pagana llamada Hipatia, y en todo momento estuvo dedicada a la magia, los astrolabios y los instrumentos de música, y engañó a muchas personas a través de sus artilugios satánicos. Y el gobernador de la ciudad la honró sobremanera, porque ella lo había engañado con su magia. Y él dejó de asistir a la iglesia como había sido su costumbre" (párrafo 87).


Crawford (1901), por su parte, expresa que la ciudad de "Alejandría era víctima del desacuerdo entre las cabezas de la Iglesia y el Estado. La plebe cristiana imaginó que la influencia de Hipatia exacerbaba el conflicto y pensó que, si se la hacía desaparecer, sería posible una reconciliación".

Finalmente, en el caos de la crisis, Hipatia fue asesinada por una turba leal a Cirilo. "Después de esto", explica Russell (1945), "Alejandría no volvió a ser perturbada por filósofos". Para pensadores como Voltaire (1732), por ejemplo, su muerte representó la desaparición del libre pensamiento, de la razón natural y de la libertad de investigación. Aunque, tal vez, no pueda decirse que la muerte de Hipatia fue el evento específico que marcó el fin del Mundo Antiguo y el inicio del Oscurantismo, sí puede tomarse como una anécdota representativa o un punto de referencia importante sobre la transición de una era a la otra. Posteriormente Cirilo lanzó un ataque contra el pensamiento y prácticas religiosas rivales en su tratado Contra Julianum y acabó con el templo de Isis en Méneuthé, reemplazándolo por el culto a figuras cristianas.


IV

Las fisuras apenas comenzaban no obstante. Para el año 431, en Constantinopla surgió otra división de la que la Iglesia no se recuperaría completamente. Tres posturas sobre la naturaleza de Cristo se debatieron: el apoloniarismo que sostenía que Cristo tenía cuerpo y alma humana, pero mente divina; el nestorianismo que postulaba que Cristo tenía una naturaleza humana y otra divina separadas, por tratarse de la unión de dos entes: un hombre y un espíritu divino que lo habitaba; y el monofisismo que decretaba que Cristo solo tenía naturaleza divina, pues su humanidad fue, de alguna manera, anulada u opacada por su divinidad.



Nestorius (promotor del nestorianismo) fue nombrado Patriarca de Constantinopla por el emperador Teodosio II y promulgó su versión del cristianismo. Entonces el Patriarca Cirilo de Alejandría criticó abiertamente la versión predicada por Nestorius y eventualmente acudió al Papa en Roma, quien convocó a otro concilio en Éfeso para resolver el asunto. Sin embargo, el carácter dogmático de las ideas en disputa, así como su utilidad política en la mantención de los poderes locales independientemente de su valor de verdad, hicieron prácticamente imposible el consenso mediante el debate.


Al final la resolución de la disputa se formalizó mediante movidas políticas. Cirilo persuadió al representante del emperador para empezar el concilio antes de que llegue la delegación de Antioquia y aprovechó que ya tenía una mayoría en ese momento para excomulgar a Nestorius y sus simpatizantes, quienes no reconocieron el veredicto y respondieron haciendo su propio concilio y excomulgando a sus adversarios. Esta versión del cristianismo se propagaría más tarde por el oriente y sería una de las influencias del Islam.

Expansión del cristianismo nestoriano
Cuenta Tanner (2011) que "Cirilo tomó el control del consejo, ni siquiera esperando la llegada de la delegación que apoyaba a Nestorius, liderada por el Patriarca Juan de Antioquía, o de los legados papales. Declaró abierto el Concilio el 22 de junio y, respaldado por el fuerte contingente del norte de África, persuadió a los Padres para que condenaran las enseñanzas de Nestorius, así como para que lo depusieran como patriarca".

Con el tiempo, quedó claro que la resolución del concilio anterior no había apaciguado a las partes, por lo que el emperador Teodosio II en 449 volvió a organizar otro que, nuevamente, se inició apresuradamente sin una porción considerable de sus invitados. Su veredicto reforzó la imagen herética de Nestorius, pero esta vez decretó que el monofisismo era la versión correcta de la fe cristiana, lo que volvió a generar rechazo en los perjudicados. Para complicarlo todo aún más, el emperador Teodosio II falleció antes de que el conflicto pudiese ser atendido.


Su sucesor, el emperador Marciano, convocó en 451 a un tercer concilio en la ciudad de Calcedonia en el que, eventualmente, se estableció que lo decidido en el concilio anterior quedaba anulado, se degradó o excomulgó a algunos que apoyaron el resultado anterior y se estableció el Credo de Calcedonia, que decretó la plena humanidad y la plena divinidad de Cristo en simultáneo.

No obstante al igual que todas las veces anteriores, ello no unificó al cristianismo, sino que lo fragmentó aún más. Cuenta Tanner (íbid.) que "la definición de Calcedonia de las dos naturalezas de Cristo significó una derrota para la cristología unitaria de la Escuela alejandrina extrema. La iglesia egipcia en conjunto permaneció incómoda con la definición y gradualmente emergieron los cismas de las iglesias monofisitas coptas y etíopes".


Tales desacuerdos continuaron, empeoraron con el paso de los siglos y se formalizaron en el llamado "Cisma de Oriente y Occidente" el 16 de julio de 1054, en el que se produjo una mutua ruptura entre obispo de Roma y el patriarca de Constantinopla, separando así formalmente a la cristiandad de Occidente (La Iglesia Católica) de la de Oriente (La Iglesia Ortodoxa).


Durante esta transición la vieja filosofía y cultura grecolatina fue perdiendo influencia a tal punto que para el siglo VII ya ni siquiera existía la Biblioteca de Alejandría, un símbolo importante que representaba la investigación y el conocimiento en el Mundo Antiguo. El logos, la razón y la dialéctica de la Antigua Grecia se volvieron herramientas inútiles para contrarrestar las posturas de esta nueva religión, cada vez con más poder político, que exportó su razonamiento a todos los rincones del imperio. Tan solo treinta años después del Cisma de Oriente y Occidente se fundó la Santa Inquisición.


Sin embargo solo porque la civilización grecolatina generó filósofos, ingenieros y protocientíficos, no debemos asumir que todos los ciudadanos eran personas escépticas y racionales antes del cristianismo. No era infrecuente que la plebe o los soldados creyesen, por ejemplo, en profecías, brujería, oráculos, hechicería y demás supersticiones. Aunque sería falaz asumir que el cristianismo hizo supersticioso al pueblo romano, lo que sí sucedió, no obstante, es que transformó la religiosidad romana introduciendo dos elementos concretos: la inflexibilidad a la transformación y la deslegitimización de toda postura alternativa.


Tras el ya citado saqueo de Roma en 410, los ciudadanos aún leales al panteón romano dentro del imperio (despectivamente llamados “paganos” como si todo lo que no sea cristiano fuese lo mismo) culparon a los cristianos de haber perturbado la pax deorum, expresando que "estaba claro que los dioses y diosas ancestrales habían protegido a la ciudad en el pasado y estaban castigando a los romanos por abandonarlos en favor de Cristo" (Ferrill, 1986). Para los antiguos romanos los dioses extranjeros eran tan reales como los suyos, porque no existía en su mentalidad el concepto de "dios universal". Una idea que, tras ser posteriormente asumida por el poder europeo, lo hizo menos proclive a integrar la cultura de los pueblos conquistados y más a desaparecerla en reemplazo de la suya, como la posterior conversión de las Américas ilustró.


Para poner en perspectiva cuánto cambió la cultura grecolatina antes de los tiempos de la Inquisición, revisemos la última parte de la carta que el emperador Trajano le escribió en respuesta al gobernador de Bitinia que consultaba sobre cómo tratar a los cristianos en, alrededor del 110: 

"Los documentos publicados de manera anónima no deben formar parte de ninguna acusación [contra los cristianos], pues dan el peor ejemplo y son ajenos a nuestra época" (Walsh, 2006).




Fuentes:

Bodelón, S. (2009). Celso, El Discurso Verdadero Contra Los Cristianos: Introducción, traducción y notas de Serafín Bodelón. Clásicos de Grecia y Roma Alianza Editorial: Madrid.

Crawford, W. (1901). Synesius the Hellene. C. Th. Codex Theodosianus: Londres.

Dzielska, M. (2004). Hipatia de Alejandría. Ediciones Siruela, S. A.: España.

Ferrill, A. (1986). The Fall of the Roman Empire: The Military Explanation. London: Thames and Hudson Ltd.

Harari, Y. (2014). Sapiens: A brief history of humankind. Random House: Israel.

Montanelli, I. (2006). Historia de Roma. Debolsillo: Barcelona.

Prann, J. (2016). Imperator, Deus: The Wars of Constantine the Great and the Foundations of the Christian Church. Archway Publishing: Indiana.

Russell, B. (1945). A History of western Philosophy And Its Connection with Political and Social Circumstances from the Earliest Times to the Present Day. American Book-stratford press: New York.

Tanner, N. (2011). The Church in Council: Conciliar Movements, Religious Practice and the Papacy from Nicaea to Vatican II. I.B.Tauris & Co Ltd: London.

Tromp, S. (1921). De Romanorum piaculis. University of Toronto: Canada.

Walsh, P. (2006). Pliny the Younger complete letters. Complete Letters. Oxford University Press: Oxford.

Wissowa, G. (1912). Religion und Kultus der Römer, 2nd ed.: 389–94. Munich.

Cartas de Ignacio de Antioquia: 

Crónica de Juan de Nikiu: 

Voltaire (1732). L'examen important de Milord Bolingbroke:

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