El Perú es un país que nunca tuvo la iniciativa propia de independizarse de España. De hecho, fueron las colonias vecinas quienes, para lograr su independencia, necesitaron debilitar la concentración española en el Virreinato del Perú, porque de ahí partían los refuerzos con los que la Corona luchaba contra las insurrecciones. Las fronteras del Perú fueron dibujadas de tal manera que ahora migrantes europeos, campesinos quechuahablantes, nativos tribales y peones afrodescendientes eran todos compatriotas. El proyecto forzado que fue la independencia y fundación de una república sin habitantes capacitados para ser ciudadanos no tuvo un plan de país ni instituciones sólidas salvo el clero y los militares. Sobre su estado Charles Darwin, que estuvo en el Perú, observó (1839):
“No existe Estado en Sudamérica, desde la declaración de la independencia, que haya sufrido más de anarquía que el Perú”. “En el momento de nuestra visita cuatro jefes militares se enfrentaban mutuamente contendiendo por la supremacía en el gobierno. Si uno de ellos tenía éxito en convertirse temporalmente en el mandamás, los otros caudillos se unían en contra de él. Tan pronto se imponía la nueva alianza, los integrantes de ella se tornaban hostiles entre sí”.
En el capítulo XVI de su libro "El viaje del Beagle", Darwin (íbid.) comparte su impresión del Perú y lo describe como de apariencia lóbrega, pobre y conformado por "un grupo pequeño de casas miserables". Describe al puerto del Callao como un "pequeño puerto marítimo mal construido y asqueroso (…) de atmósfera cargada de malos olores" y percibe a sus habitantes (y a los de Lima) como de "todos los matices de mezcla imaginables, entre sangre europea, negra e india. Un pueblo de borrachos de apariencia depravada".
Comentó, a su vez, que nativos y extranjeros por igual sufrían enfermedades que asoció a las aguas servidas empozadas en distintos lugares de la zona. Y sobre la parte de Lima que llegó a ver también opinó:
"Actualmente, Lima se encuentra en un miserable estado de ruina: prácticamente las calles no están pavimentadas; y montones de suciedad se apilan en todas las direcciones, en los que gallinazos negros, sumisos como aves de corral, levantan pedazos de carroña".
Quien desee saber más sobre la historia de la República del Perú puede revisar los hechos por su propia cuenta, pero en lo que compete a este texto, cabe destacar que el desarrollo de los hechos históricos obedeció a una continuidad con el punto de partida descrito por Darwin.
Tal heterogeneidad cultural, no producto de una migración ordenada, sino de encerrar a diversas etnias dentro de una misma frontera, alimentó una mentalidad de "yo no tengo nada que ver con esa gente" y ha desembocado en que para el siglo XXI, aún no exista una identidad peruana sólida que vaya más allá del fútbol (mediocre para los estándares internacionales) y la gastronomía, más orientada hacia el extranjero que hacia el interior del país.
El presente texto, como su mismo título señala, es una simple crónica. Un breve registro en tres anécdotas sobre lo que se siente vivir en la continuación de la anarquía y mediocridad descritas por Darwin hace menos de dos siglos. Ello con el fin de que, si alguien en un futuro póstumo trabaja en algún recuento histórico, tenga a la mano algún material, por escueto que sea, que ofrezca alguna impresión cualitativa del día a día, tal y como las "Noches Áticas" de Aulo Gelio o la "Descripción de Grecia" de Pausanias han podido aportar a historiadores y escritores contemporáneos. Las tres anécdotas corresponden a la atmósfera social en zonas urbanizadas de Lima Metropolitana como una ilustración de que la infraestructura no hace al pueblo.
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Terratenientes urbanos
Hacía ya más de veinte minutos que llegué a mi destino, pero seguía conduciendo por los alrededores buscando dónde estacionar. Finalmente, después de aventurarme un poco más lejos de lo que hubiese querido, en una calle encontré mi oasis. Estacioné y revisé: no había línea amarilla, no bloqueaba garajes ni me subía a la vereda. "Joven..." sonó una voz, pero no conocía a nadie y tenía cosas que hacer, así que no me detuve. "¡Joven!" volvió a sonar y esta vez volteé. Un hombre de mediana edad envuelto en chalinas y abrigos, con un silbato colgando del cuello y una gorra en plena noche caminó hacia mi.
- No se puede estacionar ahí.
- Está prohibido.
- Imposible, si es la calle.
- Ahí se cuadra "el señor", que vive ahí- señala una casa grande con cochera propia cerca al espacio donde estacioné, que seguía siendo la calle.
- El "señor" tiene garaje, el cual, dicho sea de paso, no estoy bloqueando.
- Tiene varios carros y siempre recibe visitas.
- Eso sigue sin hacerlo su espacio. Es la vía pública.
- Joven, le estoy pidiendo amablemente, por favor, que no se estacione en ese sitio. ¿No se va a mover?
- No, buenas noches.
Profundamente indignado de que la gente invente sus propias leyes, me fui con prisa, pues mis planes no esperaban. Pero en pleno camino, noté que lo que en auto parecía poca distancia, a pie no lo era tanto y no me supo bien dejar el vehículo tan lejos. Regresé.
Divisé mi auto a lo lejos. Todo bien felizmente. Aunque conforme me acerqué un leve seseo fue cobrando protagonismo e inmediatamente supe que algo estaba mal. Troté hacia el auto y, efectivamente, alguien le había quitado una válvula a la llanta y ésta lentamente se desinflaba. La válvula estaba en el piso, así que la enrosqué nuevamente y el desinflado se detuvo. El tipo de hace un rato ya no estaba, pero una silueta me observaba por detrás de una cortina en la casa de "el señor". Esta vez fue mi tranquilidad la que me pidió que me vaya y, ahora sí, lo hice.
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Señoras con corona
El metropolitano nunca está vacío. Por el contrario: después de hacer cola para subir, la gente viaja apiñada. El aire a veces se calienta y las lunas se empañan; entonces fugazmente empieza y termina una breve pelea: "¡No empuje!", "¡Oiga ¿por qué me toca?!" Todas las especies se tornan mordaces con el hacinamiento, por eso la agresividad es normal ahí.
entre mi asiento y aquellos de los que tendría que pararme si llegaba alguien al que le correspondiese uno.
Al cabo de dos o tres estaciones la gente ya estaba apiñada. El aire entibió pero me sentí agradecido de viajar sentado ese día. Las primeras micropeleas se hicieron oír en ambos extremos del bosque de cuerpos. Al llegar a la siguiente estación, desde afuera del vehículo se escuchó una voz aguda y desgarrada exigiéndole a los enlatados pasajeros que la dejen pasar. Entró una mujer empujando, arquetípica en su apariencia de señora, que insultaba de izquierda a derecha, reclamando la falta de valores en nuestro país, asegurándose de señalar que es una persona de edad, aunque omitía el detalle del número.
En los asientos reservados -que son varios- salvo una pareja de ancianos, había gente regular que tomó lo que encontró. Pero la señora, no sin antes callar a un señor que le reclamó un empujón, tornó su frenesí hacia quien escribe: "¡Patán! ¿No ve que soy una persona mayor y no se levanta usted a darme el asiento reservado?" Miré a los de los asientos reservados, pero con ellos no era el roche.
- Señora, los asientos reservados están ahí- señalé.
- ¿Cómo me voy a sentar ahí si ya están esos señores sentados?- me respondió en el acto.
- Los otros asientos...
-¡Ignorante!- interrumpió.
- Si usted desea mi asiento yo con gusto se lo cedo, pero esas no son maneras de hablarle a la gente.
- ¡Ya, párese entonces!- exclamó acercándose, como dando por sentado que acataría su orden.
- Así no.
- ¡Oiga! ¡Qué falta de respeto! ¡Burro!
- Sí. Burro- respondí volteando a mirar por la ventana.
Su vehemencia escaló y entre injurias de vieja como deseos de infierno y mala salud a mis allegados, soltó: "¡Porque eres blanco te aprovechas!"
Hasta los del asiento reservado voltearon. Me quité los anteojos antes de responder, pero el del costado, con el codo de la señora sobre el páncreas, me hizo una seña de que no lo haga. De que no valía la pena. Al notar que tenía el respaldo de los espectadores, tan estupefactos como yo, y que alguien en uno de los asientos reservados le daba a la señora lo que quería, hice caso.
Al momento de bajar, no obstante, la señora pasó por mi asiento y se recreó la escena anterior incluyendo las injurias de vieja y un comentario tan incoherente como inaudito: "¡Porque eres venezolano crees que puedes hacer lo que quieres!"
Todos reaccionamos, pero ella ya se bajaba. Pese a que la señora ya no estaba, la controversia y el alboroto delirante que desató la estupidez de su infundada acusación perduró el resto de mi trayecto. El metropolitano nunca está vacío, pero si piensas que eso es incómodo, espera al día que así lo encuentres.
Todos reaccionamos, pero ella ya se bajaba. Pese a que la señora ya no estaba, la controversia y el alboroto delirante que desató la estupidez de su infundada acusación perduró el resto de mi trayecto. El metropolitano nunca está vacío, pero si piensas que eso es incómodo, espera al día que así lo encuentres.
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Pedaleando a la misantropía
Buscas una ciclovía, pero no la encuentras. Vas despacio por la vereda, dando pase y pidiendo permiso hasta que un transeúnte de mal humor creyéndose en su derecho te insulta. Le explicas que no hay ciclovía y te exige que vayas por la pista. Si le haces caso y no te atropellan te van a tocar el claxon e insultar mientras te cierran.
Entonces encuentras una "ciclovía" (des)pintada sobre el pavimento; no es continua, es de un solo carril, una sola dirección y está llena de obstáculos como baches, otros ciclistas yendo "en contra", personas caminando, vendedores ambulantes y autos estacionados, así que eventualmente tienes que ir por la vereda aunque sea por ratos solo para que otro transeúnte te grite la misma locución que se recitan los peruanos unos a otros en la calle: "¡Por culpa de gente como tú el país está como está!"
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