domingo, 18 de noviembre de 2018

Menciones de neuropsicolingüística: cómo el lenguaje afecta el pensamiento

Entendiendo al lenguaje como cualquier método de transmisión deliberada de información de, al menos, un emisor a un receptor, no es difícil observar que este toma muchas formas en la naturaleza. Podemos pensar en lenguaje químico, lenguaje vocal, lenguaje corporal o lenguaje verbal, entre otros. Por ejemplo las abejas y las hormigas tienen maneras sofisticadas de comunicar a sus pares la ubicación del alimento mediante patrones de movimiento y señales químicas, y los monos verdes pueden transmitirle a sus pares advertencias específicas sobre el tipo de depredador que se acerca modulando su prosodia.


Equipos de zoólogos han identificado un patrón de chillido que advierte del peligro que viene del aire y otro patrón que advierte del peligro en tierra y dependiendo de cuál sea el llamado de advertencia sus reacciones diferirán. Cuando los investigadores reprodujeron un audio con la primera llamada a un grupo de monos, éstos dejaron lo que estaban haciendo y miraron hacia arriba; y cuando el mismo grupo escuchó un audio de la segunda llamada, la del peligro en tierra, rápidamente trepaban a los árboles. Los homínidos y humanos arcaicos no eran tan distintos en sus facultades comunicativas.


No obstante, hace entre 70.000 y 30.000 años una especie humana en particular fue inventando y desarrollando maneras más sofisticadas de comunicación: los sapiens.  ¿Qué causó estos cambios? Por razones que no son motivo de este trabajo (como mutaciones, cambios en la alimentación, estímulos más complejos, etc.), aparecieron gradualmente variaciones específicas en la estructura interna del cerebro de los sapiens, lo que, en palabras de Harari (2014) “les permitió pensar de maneras sin precedentes y comunicarse utilizando un tipo de lenguaje totalmente nuevo”.

Formas más complejas de lenguaje requirieron de la aparición del lóbulo parietal inferior, que en los humanos se dividió en el giro angular y el giro supramarginal. Respecto a este último Ramachandran (2011) considera que la presión ambiental que fomentó su división y especialización provino de la necesidad de usar las manos para hacer herramientas, empuñar armas, arrojar proyectiles, así como la motricidad fina en general.


Los cerebros de los grandes simios como chimpancés, bonobos o gorilas también tienen giros angulares aunque no son tan grandes como los de sus homólogos humanos. El giro angular es la intersección física de señales provenientes de las rutas auditivas, visuales y táctiles y está asociado a la abstracción, metáforas y creatividad. Al igual que en los otros primates, el giro angular en humanos arcaicos originalmente era el soporte para capacidades de abstracción intermodales como calcular la fuerza y movimientos para trepar árboles o hacer coincidir la información visual con la retroalimentación de los músculos y las articulaciones. 
 

En humanos el giro angular es aproximadamente 8 veces más grande que en otros primates y su capacidad sentó las bases de operaciones más complejas como lectura, escritura, aritmética y semántica. Se ha planteado que el aparato vocal de los sapiens y su capacidad para modular su voz evolucionaron principalmente para producir llamadas emocionales y sonidos musicales durante el cortejo en primates arcaicos, incluidos sus ancestros homínidos (íbid.). Una vez que dichas estructuras fueron reforzadas por su uso, el cerebro gradualmente evolucionó de generación en generación a un punto en el que las posibilidades de transformación permitieron el lenguaje verbal.


El lenguaje verbal es una de las modalidades más flexibles de comunicación. Es posible conectar un número limitado de sonidos y signos para producir un número ilimitado de oraciones, cada una con un significado distinto, lo que nos permite almacenar y comunicar una cantidad de información sobre el mundo tangible considerablemente mayor que otros animales. Un mono verde puede advertir a sus pares sobre el león que acaba de avistar, pero un cazador sapiens (como dice Harari) puede decirle a sus compañeros que esta mañana, cerca del río, vio a un león rastreando una manada de bisontes. Puede, además, describir la ubicación exacta, incluidos los diferentes caminos que conducen al área y proponer un momento específico del día para ir a la caza.

Conforme los grupos sociales fueron prosperando y creciendo, dejó de ser suficiente que hombres y mujeres individuales conozcan el paradero de los leones y los bisontes. Una vez parcialmente resuelto el problema de la escasez de alimentos e instauradas ciertas rutinas estables, se tornó más importante para ellos saber quién en su tribu odia a quién, quién se acuesta con quién, quién es honesto y quién hace trampa, etc… Necesidades de esta índole motivaron un mayor esfuerzo respecto a la complejidad de la información que era necesario conceptualizar y transmitir para sobrevivir y procrear dentro de la tribu. Situación que impuso obstáculos adicionales a los naturales a los que el cerebro también tuvo que adaptarse.


Existen otras modalidades de pensamiento que no toman forma de enunciado, como causalidad, interpretación de las intenciones del otro, proyecciones visoespaciales o reconocimiento y diferenciación de objetos, por lo que sería impreciso plantear a secas que el lenguaje verbal crea el pensamiento en su totalidad, pero sí integra lo que originalmente estaba difuso y parcialmente aislado en el cerebro, lo complejiza, amplifica y direcciona en el tiempo y el espacio de tal manera que la conciencia misma se transforma. En una conferencia dictada en 1993 en el Tercer Congreso Nacional de Aprendizaje, González expuso que “el lenguaje es psicológicamente un integrador funcional de procesos originalmente dispersos y no relacionados. Pero, además, el lenguaje es una bisagra entre la conciencia individual y la conciencia social” y explicó que “es el vehículo que pone en la conciencia personal de cada uno el mundo y que a su vez interioriza la conciencia común haciéndola conciencia personal”.


Todo lenguaje hablado humano, sin importar el idioma, cuenta con, al menos, tres elementos comunes que pueden ser desarrollados de distinta manera: sustantivos, adjetivos y verbos. Esto nos brinda una pista sobre lo mínimo que individuos tribales necesitaron pensar y expresar para comunicarse eficazmente: cosas tangibles, su relevancia y acciones. Era importante conceptualizar objetos concretos como leones, ríos o rocas (sustantivos), señalar su relevancia como peligrosa, neutral o beneficiosa (adjetivos) y realizar alguna acción frente a esta información como acercarse, alejarse o pelear (verbos). La manera en la que articulemos y expandamos esos tres elementos dependerá de las necesidades específicas del grupo; y su adquisición forzará al cerebro a desarrollar una compleja maquinaria mental que construirá la manera en la que seleccionamos, diferenciamos y hasta valorizamos a los estímulos del medio externo. Los aportes de Lera Boroditsky (2011) en ésta área resultan altamente relevantes.

Ella se vio frente a una niña de 5 años en Pormpuraaw, una pequeña comunidad aborigen al norte de Australia. Cuando le pedía que señale al norte, lo hacía de inmediato, con precisión y sin dudar. Más adelante les hizo la misma petición a varios públicos de científicos y doctores en las universidades de Stanford, Princeton y Harvard. Les pidió, desde luego que cierren sus ojos para no hacer trampa. Muchos no participaron, porque de arranque no sabían la respuesta. Aquellos que sí se atrevieron se tomaron un tiempo para pensar y acabaron señalando distintas direcciones. En Moscú, Londres y Beijing obtuvo los mismos resultados (ibíd.).


Una pequeña niña de 5 años en una cultura “primitiva” tuvo la facilidad de realizar una tarea que le resulta casi imposible a las élites intelectuales de sociedades occidentalizadas. Boroditsky se preguntó qué podría explicar esa diferencia de habilidad cognitiva y su respuesta fue, sorprendentemente, la modalidad empleada de lenguaje, es decir, el idioma.


Ya desde los años 30 existía la noción de que distintos idiomas podrían brindar distintas habilidades cognitivas. Edward Sapir y Benjamin Lee Whorf sostenían la hipótesis de que los hablantes de distintas lenguas podrían pensar de distinta manera. No obstante la falta de evidencia en aquella época mantuvo a la hipótesis bajo las sombras anecdóticas hasta tiempos relativamente recientes. Las investigaciones actuales en el idioma brindan nueva información acerca de los orígenes del conocimiento y la construcción de la realidad según la hayamos aprendido a percibir. De hecho, la riqueza léxica de una persona está altamente relacionada a su inteligencia para desenvolverse en su medio cultural. Por eso, en las pruebas de inteligencia, la investigación del vocabulario suele ser el núcleo de la prueba y un predictor eficaz de psicopatologías (González, 2002).


Alrededor del mundo tenemos un aproximado de 7000 idiomas y cada uno de ellos, demanda distintas habilidades de sus hablantes (Boroditsky, 2011). Por ejemplo imaginemos que quisiéramos expresar algo como “vi a mi tío Enrique en la décimo tercera cuadra de la calle Benavides”


En mian, idioma hablado en Papua, Nueva Guinea, el verbo usado pondría de manifiesto si el evento ocurrió ahora mismo, ayer o en el pasado distante, pero en indonesio, el verbo ni siquiera revelaría si el evento ya ocurrió o está ocurriendo en este mismo instante. En ruso, el verbo usado revelaría si quien pronuncia la oración es hombre o mujer. En chino mandarín, tendría que especificar si el tío es materno o paterno y si nuestra relación es sanguínea o política, ya que hay palabras para todos esos tipos distintos de tíos. En español, el artículo le da un género a la cuadra, abriendo la posibilidad de identificarla como femenina si la antropomorfisácemos; mientras que en inglés el sustantivo sería “asexuado”.  En pirahã, un idioma hablado en la amazonía brasileña no podríamos decir “décimo tercera”, porque en lo relacionado a cantidades no existen palabras para precisar números exactos, sino palabras para “poco” y “mucho”. En alemán deberíamos especificar si nuestro tío estaba parado sobre la calle, estaba enterrado en ella o suspendido en el aire por encima y así sucesivamente (ibíd.).


No es difícil imaginarse, entonces, que el idioma direcciona y refuerza nuestras maneras más fundamentales de concebir el tiempo, el espacio, la causalidad y nuestra relación con los otros.

Volviendo al trabajo de Boroditsky en Pormpuraaw, el idioma kuuk thaayorre hablado en la zona no emplea términos espaciales como izquierda o derecha. Sus hablantes se expresan en términos de direcciones cardinales (norte, sur, este, oeste, etc.). En las sociedades occidentalizadas también usamos las direcciones cardinales, pero lo hacemos, por lo general, para distancias geográficas amplias. Esto implica que si estuviésemos mirando en dirección al norte y quisiésemos decir en kuuk thaayorre algo como “párate detrás a la izquierda de la mesa” tendríamos que decir “párate al suroeste de la mesa”. Si estuviésemos del otro lado de esa misma mesa mirando hacia el sur, para realizar la misma petición en español tendríamos que decir “párate adelante a la derecha de la mesa”, pero en kuuk thaayorre la indicación seguiría siendo el suroeste de la mesa, porque el norte no cambia de lugar por más de que nosotros sí lo hagamos. En español el punto de vista del observador define las direcciones, mientras que en kuuk thaayorre el espacio físico mismo tiene direcciones fijas independientemente del punto de vista del observador. Por sus características geográficas y estilos de vida, en Pormpuraaw uno siempre debe mantenerse orientado. Con la misma precisión con la que miembros de otras culturas no dejamos de saber dónde es arriba y dónde es abajo, ellos no pierden la noción cardinal.


Y esto no es todo. Las personas que piensan distinto en relación al espacio, también lo hacen en relación al tiempo. Por ejemplo investigadores le entregaron a los hablantes del kuuk thaayorre un conjunto de imágenes que mostraban ciertas progresiones temporales: un hombre envejeciendo, un cocodrilo creciendo y una banana siendo comida. Se les pidió que ordenen las imágenes sobre el suelo en el orden temporal correcto (desarrollo, deterioro y deceso). A cada participante se le evaluó dos veces, cada uno mirando a una distinta ubicación cardinal. Hablantes de idiomas como el inglés, español o alemán, ordenarían las tarjetas de tal forma que el orden temporal transcurriría de izquierda a derecha, mientras que hablantes del idioma hebreo tenderán a ordenarlas de derecha a izquierda. Este no fue el caso de los hablantes del kuuk thaayorre: Ellos las ordenaron de este a oeste independientemente de en qué dirección estaban mirando. Es decir que cuando estaban sentados mirando hacia el sur, colocaban las tarjetas de izquierda a derecha. Cuando miraban hacia el norte, las tarjetas iban de derecha a izquierda. Nunca les dijeron en qué dirección estaban mirando.


A su vez, los hablantes del idioma inglés tienden a inclinar inconscientemente su cuerpo hacia adelante cuando hablan del futuro y hacia atrás cuando hablan del pasado. Esto ocurre porque ellos (así como los de muchos otros idiomas occidentalizados) consideran que el futuro está “adelante” de uno, por ser el “porvenir” o lo que aún no ha sido recorrido conforme uno avanza, mientras que el pasado está “detrás” por ser aquello que ya pasó y de lo que nos alejamos conforme progresamos en el tiempo. Pero los hablantes del idioma aymara lo conciben exactamente al revés. Para ellos el pasado está adelante, mientras que el futuro está detrás. Los hablantes del aymara tienden a gesticular hacia adelante cuando hablan del pasado y hacia atrás cuando hablan del futuro. En el caso del idioma quechua la situación no es tan disímil: el pasado y el presente se conceptualizan como delante de una persona porque constituyen información ya sabida, es decir a la vista o al frente de uno. El futuro, por otro lado, se conceptualiza detrás de la persona porque constituye información desconocida. Incluso, la palabra “nayra” se usa para decir “antes” o “delante” dependiendo del contexto y la palabra “qhipa” para “después” o “detrás”.

Sudamérica aún acoge poblaciones cuyos idiomas no han sido clasificados.
El idioma puede, de hecho, influir en cuán pronto los niños adquieren conciencia de su género. En 1983 Alexander Guiora comparó tres grupos de niños siendo educados con el hebreo, inglés o finés como lenguas maternas. En el idioma hebreo prolifera el género en muchas de las expresiones (incluso la palabra “tú” varía según el género), el finés no tiene identificadores de género y el inglés está en un punto medio (palabras como “you” son iguales para ambos géneros, pero otras como “his” o “her” pueden referirse al género del que posee algo). Los resultados mostraron que los niños siendo socializados en hebreo descubrían su género aproximadamente un año antes que los niños fineses. Los niños de habla inglesa se encontraban en un intermedio.


Boroditsky reitera que “enseñarle a las personas nuevas palabras para los colores, mejora su capacidad para discriminarlos. Y enseñarle a las personas una nueva forma de hablar del tiempo les da una nueva forma de pensar en éste”.


Distintos idiomas pueden configurar y activar habilidades y restricciones diferentes en la mente (Bloom, 2001). Por ejemplo sujetos que pertenecen a sociedades equipadas con nombres para los distintos matices de colores pueden incluso detectar la diferencia cuando ambos colores están separados con la misma precisión con la que otros podríamos diferenciar el negro del anaranjado . A principios del siglo XX, los los Chukchi -habitantes del noreste de Siberia- tenían muy pocas palabras para los colores. Algo esperable en un ambiente donde casi todo lo perceptible está cubierto de blanco. Sencillamente no era necesario. Si un investigador les pedía clasificar hilos de colores, les costaba mucho esfuerzo realizar la tarea sin errores. Pero tenían cerca de 24 términos para los distintos patrones de color de piel de reno y podían clasificarla con mayor eficacia que el científico europeo promedio, cuyo vocabulario no estaba diseñado para nombrar esas diferencias.


El idioma, así como la cultura misma, también es creado para describir y funcionar en el ambiente específico en el que están los individuos y esto entrena a nuestros cerebros para operar dentro de aquellos parámetros.

El contacto social literalmente moldea partes críticas de la fisiología del sistema nervioso, esculpiendo el cerebro de un recién nacido para encajar en la cultura en la que nace (Eisenberg, 1995).  Bebés de seis meses de vida pueden escuchar o hacer prácticamente cualquier sonido en cualquier idioma humano (Skoyles, 1998), pero luego de unos pocos meses, casi dos tercios de esta capacidad se han perdido. La pérdida de esa capacidad es acompañada por ligeras alteraciones en el tejido cerebral. Las conexiones entre neuronas solo permanecen operando si es que su función resulta ser útil para la interacción con el ambiente físico, el cual incluye, desde luego, variables sociales.


Investigaciones con neuroimagen funcional en personas con situs inversus totalis -condición en la que toda la fisionomía interna del cuerpo se encuentra invertida como en un espejo- ayudan a diferenciar algunas de las estructuras cerebrales formadas por la genética de las establecidas por la interacción social. Por ejemplo diversos estudios (Woods et al., 1986; Kennedy et al.,1999 & Vingerhoets et al., 2018), incluyendo uno longitudinal que registró el desarrollo de un caso desde la gestación hasta la adolescencia (Schuler et at., 2017) coinciden en que las áreas del lenguaje siguen tendiendo a aparecer en el lado izquierdo del cerebro independientemente de la inversión fisionómica. Aquello sugiere que los factores de desarrollo que determinan la asimetría anatómica cerebral y las vísceras son distintos de los que producen la lateralización funcional del lenguaje.

Cada idioma interconecta el cerebro en patrones distintos.
Distintos tipos de estimulación en las edades adecuadas activarán diferentes habilidades mentales. El potencial del cerebro de moldearse a su ambiente abre una gama de posibilidades de experiencia que tal vez una sola persona nunca pueda experimentar en su totalidad. Como una estatua esperando ser esculpida del mármol, ¿qué habilidades posibles podrían existir latentes en la mente de los recién nacidos?


Uno podría preguntarse: si los habitantes de Pormpuraaw tienen la habilidad de estar permanentemente orientados en el espacio y los cazadores Chukchi ven distintos colores donde los occidentales solo ven marrón, ¿a qué potencial especial de la mente pueden acceder las culturas occidentalizadas?

Después de la obtención del lenguaje verbal, la adquisición de la lectoescritura es la segunda gran revolución cognitiva del individuo occidental en su proceso de desarrollo y socialización. Ésta refuerza al lenguaje verbal bajo un nuevo sistema de representación visual grafémico: las letras. La lectoescritura fuerza al sistema visual a diversificar su modalidad de procesamiento, porque crea una nueva forma de percepción llamada visión alfabética, definida como “la modalidad de la visión que permite adquirir informaciones y conocimientos a partir de una serie lineal de símbolos visuales, ordenados uno tras otro de la misma manera que los signos alfabéticos en una línea de texto” (Simone, 2001).

Al aprender a leer, la percepción se entrena para seguir la misma naturaleza que los escritos. Es decir que así como el texto tiene un desarrollo lineal, también la visión que lo lee será entrenada para producir imágenes mentales en sentido lineal.


La capacidad de lectoescritura es un requisito para el desarrollo de lo que podríamos llamar “la habilidad bandera” de la cultura occidental: el pensamiento lógico-formal. Así como el resto de las habilidades en las otras culturas, esta modalidad de pensamiento no emerge por sí sola sin la adecuada estimulación. En culturas industrializadas cuyos habitantes requieren de largos periodos de formación social, ya entre los 11 y 12 años de edad se espera que un individuo esté en condiciones neurofisiológicas de adquirir las operaciones lógico-formales. El adolescente, a diferencia del niño, puede aprender a liberarse de la inmediatez del pensamiento, siempre orientada al “aquí y ahora” y a elaborar modelos abstractos o metafóricos sobre todas las cosas (González, 1995).


En un óptimo desarrollo (en términos occidentales) se espera que aproximadamente a los 15 años se alcance la etapa que culmina la estructuración del psiquismo (la etapa lógico formal), habiendo más adelante procesos de incrementación y despliegue, pero ya no de nuevas estructuraciones evolutivas (ibíd.).


Sobre esta habilidad cognitiva González (ibíd.) sostiene que “ser hipotético-deductivo es abrirse al despliegue de mundos lógicamente posibles a partir de conjeturas o principios seleccionados que son derivados hasta sus últimas consecuencias lógicas”. El individuo que no ha adquirido esta habilidad halla muy difícil interpretar refranes como “matar dos pájaros de un tiro”, en los que los significados literales aluden a un contenido implícito que no se refiere a los pájaros ni a los disparos, sino a conceptos como eficiencia o múltiples logros a partir de pocas acciones.


Consideremos entonces que dado que la lectura está ligada a una determinada forma de inteligencia, si ésta se encuentra en declive, también lo están sus contribuciones a la inteligencia; y lo mismo aplica a la fluidez verbal.

La influencia del lenguaje verbal en el pensamiento es uno de los temas tratados en la obra de George Orwell, quien ideó una lengua satírica llamada newspeak o neolengua para ilustrar esta relación. Esta podría entenderse como una versión exageradamente abreviada o simplificada del inglés cuyo propósito “no solo era proporcionar un medio de expresión para la visión del mundo y los hábitos mentales propios de los devotos de Ingsoc, sino hacer que todos los demás modos de pensamiento fueran imposibles. (…) La neolengua fue diseñada no para expandir sino para disminuir el rango de pensamiento” (Orwell, 1949).


Aunque la neolengua no exista formalmente fuera de la novela 1984, uno podría hacer paralelos entre ella y personas que requieren de gesticular con las manos para terminar sus oraciones o el uso exacerbado y generalizado de la corrección política, un estilo semántico que elimina palabras o expresiones del lenguaje que puedan ser ofensivas para ciertos grupos o individuos.

Cabe recordar: Hablar con propiedad para pensar con claridad.

Palabras o expresiones alternativas a "dice".



Referencias:

Bloom, H. (2001). Reality is a shared hallucination. En R. Kick (Ed.), You are being Lied to (pp. 12-17) New York: Disinformation Company ltd.

Boroditsky, L. (2011). How language shapes thought. Revista Scientific American. Recuperado el 5 de Junio de 2013, de http://psych.stanford.edu/~lera/papers/sci-am-2011.pdf

Eisenberg, L. (1995). The social construction of the human brain. Estados Unidos: Harvard University Press.

González, R. (1995). El Niño Peruano: Cuadernos de Psicología III. Lima: Universidad de Lima.

González, R. (2002). Adquisición del lenguaje y desarrollo del pensamiento. Lima: Ministerio de Educación.

Grön, G. (2000). Brain activation during human navigation: gender-different neural networks as substrate of performance. Nat Neurosci 3:404-408.

Harari, Y. (2014). Sapiens: A brief history of humankind. Random House: Israel.

Kennedy, et. al. (1999). Structural and functional brain asymmetries in human situs inversus totalis. Neurology. 1999 Oct 12;53(6):1260-5.

Ramachandran, V. S. (2011). The Tell-tale Brain: A Neuroscientist's Quest for What Makes Us Human. New York: W. W. Norton.

Schuler, Anna-Lisa & Kasprian, Gregor & Schwartz, Ernst & Seidl, Rainer & Diogo, Mariana & Mitter, Christian & Langs, Georg & Prayer, Daniela & Bartha-Doering, Lisa. (2017). Mens inversus in corpore inverso? Language lateralization in a boy with situs inversus totalis. Brain and Language. 174. 9-15. 10.1016/j.bandl.2017.06.005.

Simone, R. (2001). La tercera fase. Formas de saber que estamos perdiendo. España: Santillana.

Skoyles, J. (1998). Mirror neurons and the motor theory of speech. Recuperado  el 5 de febrero de 2004, de www2.psy.uq.edu.au/CogPsych/Noetica/OpenForumIssue9/

Orwell, G. (1949). 1984. New American Library: New York.

Woods, R. (1986). Brain Asymmetries in Situs Inversus: A Case Report and Review of the Literature. Archives of neurology. 43. 1083-4. 10.1001/archneur.1986.00520100087021.
Vingerhoets, G. et al.(2018). Brain structural and functional asymmetry in human situs inversus totalis. Brain Struct Funct. 223(4):1937-1952. doi: 10.1007/s00429-017-1598-5.


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