Entendiendo al lenguaje como cualquier método de transmisión deliberada de información de, al menos, un emisor a un receptor, no es difícil observar que este toma muchas formas en la naturaleza. Podemos pensar en lenguaje químico, lenguaje vocal, lenguaje corporal o lenguaje verbal, entre otros. Por ejemplo las abejas y las hormigas tienen maneras sofisticadas de comunicar a sus pares la ubicación del alimento mediante patrones de movimiento y señales químicas, y los monos verdes pueden transmitirle a sus pares advertencias específicas sobre el tipo de depredador que se acerca modulando su prosodia.
Equipos de zoólogos
han identificado un patrón de chillido que advierte del peligro que viene del
aire y otro patrón que advierte del peligro en tierra y dependiendo de cuál sea el
llamado de advertencia sus reacciones diferirán. Cuando los investigadores
reprodujeron un audio con la primera llamada a un grupo de monos, éstos dejaron
lo que estaban haciendo y miraron hacia arriba; y cuando el mismo grupo escuchó
un audio de la segunda llamada, la del peligro en tierra, rápidamente trepaban
a los árboles. Los homínidos y humanos arcaicos no eran tan distintos en sus
facultades comunicativas.
No obstante,
hace entre 70.000 y 30.000 años una especie humana en particular fue inventando
y desarrollando maneras más sofisticadas de comunicación: los sapiens. ¿Qué causó estos cambios? Por razones que no
son motivo de este trabajo (como mutaciones, cambios en la alimentación,
estímulos más complejos, etc.), aparecieron gradualmente variaciones específicas
en la estructura interna del cerebro de los sapiens, lo que, en palabras de
Harari (2014) “les permitió pensar de maneras sin precedentes y comunicarse
utilizando un tipo de lenguaje totalmente nuevo”.
Formas más
complejas de lenguaje requirieron de la aparición del lóbulo parietal inferior,
que en los humanos se dividió en el giro angular y el giro supramarginal. Respecto
a este último Ramachandran (2011) considera que la presión ambiental que
fomentó su división y especialización provino de la necesidad de usar las manos
para hacer herramientas, empuñar armas, arrojar proyectiles, así como la
motricidad fina en general.
Los cerebros de
los grandes simios como chimpancés, bonobos o gorilas también tienen giros
angulares aunque no son tan grandes como los de sus homólogos humanos. El giro
angular es la intersección física de señales provenientes de las rutas
auditivas, visuales y táctiles y está asociado a la abstracción, metáforas y
creatividad. Al igual que en los otros primates, el giro angular en humanos
arcaicos originalmente era el soporte para capacidades de abstracción
intermodales como calcular la fuerza y movimientos para trepar árboles o hacer
coincidir la información visual con la retroalimentación de los músculos y las
articulaciones.
En humanos el giro angular es aproximadamente 8 veces más
grande que en otros primates y su capacidad sentó las bases de operaciones más
complejas como lectura, escritura, aritmética y semántica. Se ha planteado que
el aparato vocal de los sapiens y su capacidad para modular su voz
evolucionaron principalmente para producir llamadas emocionales y sonidos
musicales durante el cortejo en primates arcaicos, incluidos sus ancestros
homínidos (íbid.). Una vez que dichas estructuras fueron
reforzadas por su uso, el cerebro gradualmente evolucionó de generación en
generación a un punto en el que las posibilidades de transformación permitieron el lenguaje verbal.
El lenguaje
verbal es una de las modalidades más flexibles de comunicación. Es posible
conectar un número limitado de sonidos y signos para producir un número
ilimitado de oraciones, cada una con un significado distinto, lo que nos
permite almacenar y comunicar una cantidad de información sobre el mundo
tangible considerablemente mayor que otros animales. Un mono verde puede
advertir a sus pares sobre el león que acaba de avistar, pero un cazador
sapiens (como dice Harari) puede decirle a sus compañeros que esta mañana,
cerca del río, vio a un león rastreando una manada de bisontes. Puede, además,
describir la ubicación exacta, incluidos los diferentes caminos que conducen al
área y proponer un momento específico del día para ir a la caza.
Conforme los
grupos sociales fueron prosperando y creciendo, dejó de ser suficiente que
hombres y mujeres individuales conozcan el paradero de los leones y los
bisontes. Una vez parcialmente resuelto el problema de la escasez de alimentos
e instauradas ciertas rutinas estables, se tornó más importante para ellos
saber quién en su tribu odia a quién, quién se acuesta con quién, quién es
honesto y quién hace trampa, etc… Necesidades de esta índole motivaron un mayor
esfuerzo respecto a la complejidad de la información que era necesario
conceptualizar y transmitir para sobrevivir y procrear dentro de la tribu. Situación que impuso obstáculos adicionales a los naturales a los que el
cerebro también tuvo que adaptarse.
Existen otras
modalidades de pensamiento que no toman forma de enunciado, como causalidad,
interpretación de las intenciones del otro, proyecciones visoespaciales o
reconocimiento y diferenciación de objetos, por lo que sería impreciso plantear
a secas que el lenguaje verbal crea el pensamiento en su totalidad, pero sí
integra lo que originalmente estaba difuso y parcialmente aislado en el cerebro,
lo complejiza, amplifica y direcciona en el tiempo y el espacio de tal manera
que la conciencia misma se transforma. En una conferencia dictada en 1993 en el
Tercer Congreso Nacional de Aprendizaje, González expuso que “el lenguaje es
psicológicamente un integrador funcional de procesos originalmente dispersos y
no relacionados. Pero, además, el lenguaje es una bisagra entre la conciencia
individual y la conciencia social” y explicó que “es el vehículo que pone en la
conciencia personal de cada uno el mundo y que a su vez interioriza la
conciencia común haciéndola conciencia personal”.
Todo lenguaje
hablado humano, sin importar el idioma, cuenta con, al menos, tres elementos comunes que
pueden ser desarrollados de distinta manera: sustantivos, adjetivos y verbos. Esto nos brinda una pista sobre lo mínimo que individuos tribales necesitaron pensar
y expresar para comunicarse eficazmente: cosas tangibles, su relevancia
y acciones. Era importante conceptualizar objetos concretos como leones, ríos o
rocas (sustantivos), señalar su relevancia como peligrosa, neutral o
beneficiosa (adjetivos) y realizar alguna acción frente a esta información como
acercarse, alejarse o pelear (verbos). La manera en la que articulemos y
expandamos esos tres elementos dependerá de las necesidades específicas del
grupo; y su adquisición forzará al cerebro a desarrollar una compleja maquinaria
mental que construirá la manera en la que seleccionamos, diferenciamos y hasta
valorizamos a los estímulos del medio externo. Los aportes de Lera Boroditsky
(2011) en ésta área resultan altamente relevantes.
Ella se vio
frente a una niña de 5 años en Pormpuraaw, una pequeña comunidad aborigen al
norte de Australia. Cuando le pedía que señale al norte, lo hacía de inmediato,
con precisión y sin dudar. Más adelante les hizo la misma petición a varios
públicos de científicos y doctores en las universidades de Stanford, Princeton
y Harvard. Les pidió, desde luego que cierren sus ojos para no hacer trampa. Muchos
no participaron, porque de arranque no sabían la respuesta. Aquellos que sí se
atrevieron se tomaron un tiempo para pensar y acabaron señalando distintas
direcciones. En Moscú, Londres y Beijing obtuvo los mismos resultados (ibíd.).
Una pequeña
niña de 5 años en una cultura “primitiva” tuvo la facilidad de realizar una
tarea que le resulta casi imposible a las élites intelectuales de sociedades
occidentalizadas. Boroditsky se preguntó qué podría explicar esa diferencia de
habilidad cognitiva y su respuesta fue, sorprendentemente, la modalidad
empleada de lenguaje, es decir, el idioma.
Ya desde los
años 30 existía la noción de que distintos idiomas podrían brindar distintas
habilidades cognitivas. Edward Sapir y Benjamin Lee Whorf sostenían la
hipótesis de que los hablantes de distintas lenguas podrían pensar de distinta
manera. No obstante la falta de evidencia en aquella época mantuvo a la
hipótesis bajo las sombras anecdóticas hasta tiempos relativamente recientes.
Las investigaciones actuales en el idioma brindan nueva información acerca de
los orígenes del conocimiento y la construcción de la realidad según la hayamos
aprendido a percibir. De hecho, la
riqueza léxica de una persona está altamente relacionada a su inteligencia para
desenvolverse en su medio cultural. Por eso, en las pruebas de inteligencia, la
investigación del vocabulario suele ser el núcleo de la prueba y un predictor
eficaz de psicopatologías (González, 2002).
Alrededor del
mundo tenemos un aproximado de 7000 idiomas y cada uno de ellos, demanda
distintas habilidades de sus hablantes (Boroditsky, 2011). Por ejemplo imaginemos que
quisiéramos expresar algo como “vi a mi
tío Enrique en la décimo tercera cuadra de la calle Benavides”.
En mian,
idioma hablado en Papua, Nueva Guinea, el verbo usado pondría de manifiesto si
el evento ocurrió ahora mismo, ayer o en el pasado distante, pero en indonesio,
el verbo ni siquiera revelaría si el evento ya ocurrió o está ocurriendo en
este mismo instante. En ruso, el verbo usado revelaría si quien pronuncia la
oración es hombre o mujer. En chino mandarín, tendría que especificar si el tío
es materno o paterno y si nuestra relación es sanguínea o política, ya que hay
palabras para todos esos tipos distintos de tíos. En español, el artículo le da
un género a la cuadra, abriendo la posibilidad de identificarla como
femenina si la antropomorfisácemos; mientras que en inglés el sustantivo sería
“asexuado”. En pirahã, un idioma hablado
en la amazonía brasileña no podríamos decir “décimo tercera”, porque en lo
relacionado a cantidades no existen palabras para precisar números exactos,
sino palabras para “poco” y “mucho”. En alemán deberíamos especificar si nuestro
tío estaba parado sobre la calle, estaba enterrado en ella o suspendido en el
aire por encima y así sucesivamente (ibíd.).
No es difícil
imaginarse, entonces, que el idioma direcciona y refuerza nuestras maneras más
fundamentales de concebir el tiempo, el espacio, la causalidad y nuestra
relación con los otros.
Volviendo al
trabajo de Boroditsky en Pormpuraaw, el idioma kuuk thaayorre hablado en la
zona no emplea términos espaciales como izquierda o derecha. Sus hablantes se
expresan en términos de direcciones cardinales (norte, sur, este, oeste, etc.).
En las sociedades occidentalizadas también usamos las direcciones cardinales,
pero lo hacemos, por lo general, para distancias geográficas amplias. Esto
implica que si estuviésemos mirando en dirección al norte y quisiésemos decir
en kuuk thaayorre algo como “párate detrás a la izquierda de la mesa”
tendríamos que decir “párate al suroeste de la mesa”. Si estuviésemos del otro
lado de esa misma mesa mirando hacia el sur, para realizar la misma petición en
español tendríamos que decir “párate adelante a la derecha de la mesa”, pero en
kuuk thaayorre la indicación seguiría siendo el suroeste de la mesa, porque el
norte no cambia de lugar por más de que nosotros sí lo hagamos. En español el
punto de vista del observador define las direcciones, mientras que en kuuk
thaayorre el espacio físico mismo tiene direcciones fijas independientemente
del punto de vista del observador. Por sus características geográficas y estilos
de vida, en Pormpuraaw uno siempre debe mantenerse orientado. Con la misma
precisión con la que miembros de otras culturas no dejamos de saber dónde es
arriba y dónde es abajo, ellos no pierden la noción cardinal.
Y esto no es
todo. Las personas que piensan distinto en relación al espacio, también lo
hacen en relación al tiempo. Por ejemplo investigadores le entregaron a los
hablantes del kuuk thaayorre un conjunto de imágenes que mostraban ciertas
progresiones temporales: un hombre envejeciendo, un cocodrilo creciendo y una
banana siendo comida. Se les pidió que ordenen las imágenes sobre el suelo en
el orden temporal correcto (desarrollo, deterioro y deceso). A cada
participante se le evaluó dos veces, cada uno mirando a una distinta ubicación
cardinal. Hablantes de idiomas como el inglés, español o alemán, ordenarían las
tarjetas de tal forma que el orden temporal transcurriría de izquierda a
derecha, mientras que hablantes del idioma hebreo tenderán a ordenarlas de
derecha a izquierda. Este no fue el caso de los hablantes del kuuk thaayorre:
Ellos las ordenaron de este a oeste independientemente de en qué dirección
estaban mirando. Es decir que cuando estaban sentados mirando hacia el sur,
colocaban las tarjetas de izquierda a derecha. Cuando miraban hacia el norte,
las tarjetas iban de derecha a izquierda. Nunca les dijeron en qué dirección
estaban mirando.
A su vez, los
hablantes del idioma inglés tienden a inclinar inconscientemente su cuerpo
hacia adelante cuando hablan del futuro y hacia atrás cuando hablan del pasado.
Esto ocurre porque ellos (así como los de muchos otros idiomas
occidentalizados) consideran que el futuro está “adelante” de uno, por ser el
“porvenir” o lo que aún no ha sido recorrido conforme uno avanza, mientras que
el pasado está “detrás” por ser aquello que ya pasó y de lo que nos alejamos
conforme progresamos en el tiempo. Pero los hablantes del idioma aymara lo
conciben exactamente al revés. Para ellos el pasado está adelante, mientras que
el futuro está detrás. Los hablantes del aymara tienden a gesticular hacia
adelante cuando hablan del pasado y hacia atrás cuando hablan del futuro. En el
caso del idioma quechua la situación no
es tan disímil: el pasado y el presente se conceptualizan como delante de una
persona porque constituyen información ya sabida, es decir a la vista o al
frente de uno. El futuro, por otro lado, se conceptualiza detrás de la persona
porque constituye información desconocida. Incluso, la palabra “nayra” se usa
para decir “antes” o “delante” dependiendo del contexto y la palabra “qhipa”
para “después” o “detrás”.
Sudamérica aún acoge poblaciones cuyos idiomas no han sido clasificados. |
El idioma
puede, de hecho, influir en cuán pronto los niños adquieren conciencia de su
género. En 1983 Alexander Guiora comparó tres grupos de niños
siendo educados con el hebreo, inglés o finés como lenguas maternas. En el
idioma hebreo prolifera el género en muchas de las expresiones (incluso la
palabra “tú” varía según el género), el finés no tiene identificadores de
género y el inglés está en un punto medio (palabras como “you” son iguales para
ambos géneros, pero otras como “his” o “her” pueden referirse al género del que
posee algo). Los resultados mostraron que los niños siendo socializados en
hebreo descubrían su género aproximadamente un año antes que los niños fineses.
Los niños de habla inglesa se encontraban en un intermedio.
Boroditsky reitera que “enseñarle a las
personas nuevas palabras para los colores, mejora su capacidad para
discriminarlos. Y enseñarle a las personas una nueva forma de hablar del tiempo
les da una nueva forma de pensar en éste”.
Distintos idiomas pueden
configurar y activar habilidades y restricciones diferentes en la mente (Bloom, 2001). Por
ejemplo sujetos que pertenecen a sociedades equipadas con nombres para los
distintos matices de colores pueden incluso detectar la diferencia cuando ambos
colores están separados con la misma precisión con la que otros podríamos
diferenciar el negro del anaranjado . A principios del siglo XX,
los los Chukchi -habitantes del noreste de Siberia- tenían muy pocas palabras
para los colores. Algo esperable en un ambiente donde casi todo lo perceptible
está cubierto de blanco. Sencillamente no era necesario. Si un investigador les
pedía clasificar hilos de colores, les costaba mucho esfuerzo realizar la tarea
sin errores. Pero tenían cerca de 24 términos para los distintos patrones de
color de piel de reno y podían clasificarla con mayor eficacia que el científico
europeo promedio, cuyo vocabulario no estaba diseñado para nombrar esas
diferencias.
El idioma, así
como la cultura misma, también es creado para describir y funcionar en el
ambiente específico en el que están los individuos y esto entrena a nuestros
cerebros para operar dentro de aquellos parámetros.
El contacto social literalmente
moldea partes críticas de la fisiología del sistema nervioso, esculpiendo el
cerebro de un recién nacido para encajar en la cultura en la que nace
(Eisenberg, 1995). Bebés de seis meses
de vida pueden escuchar o hacer prácticamente cualquier sonido en cualquier
idioma humano (Skoyles, 1998), pero luego de unos pocos meses, casi dos tercios
de esta capacidad se han perdido. La pérdida de esa capacidad es acompañada por
ligeras alteraciones en el tejido cerebral. Las conexiones entre neuronas solo
permanecen operando si es que su función resulta ser útil para la interacción
con el ambiente físico, el cual incluye, desde luego, variables sociales.
Investigaciones
con neuroimagen funcional en personas con situs
inversus totalis -condición en la que toda la fisionomía interna del cuerpo
se encuentra invertida como en un espejo- ayudan a diferenciar algunas de las
estructuras cerebrales formadas por la genética de las establecidas por la
interacción social. Por ejemplo diversos estudios (Woods et al., 1986; Kennedy
et al.,1999 & Vingerhoets et al., 2018), incluyendo uno longitudinal que
registró el desarrollo de un caso desde la gestación hasta la adolescencia
(Schuler et at., 2017) coinciden en que las áreas del lenguaje siguen tendiendo a aparecer en el lado izquierdo del cerebro independientemente de la inversión
fisionómica. Aquello sugiere que los factores de desarrollo que determinan la
asimetría anatómica cerebral y las vísceras son distintos de los que producen
la lateralización funcional del lenguaje.
Cada idioma interconecta el cerebro en patrones distintos. |
Distintos tipos
de estimulación en las edades adecuadas activarán diferentes habilidades
mentales. El potencial del cerebro de moldearse a su ambiente abre una gama de
posibilidades de experiencia que tal vez una sola persona nunca pueda
experimentar en su totalidad. Como una estatua esperando ser esculpida del
mármol, ¿qué habilidades posibles podrían existir latentes en la mente de los
recién nacidos?
Uno podría
preguntarse: si los habitantes de Pormpuraaw tienen la habilidad de estar
permanentemente orientados en el espacio y los cazadores Chukchi ven distintos
colores donde los occidentales solo ven marrón, ¿a qué potencial especial de la
mente pueden acceder las culturas occidentalizadas?
Después de la obtención del lenguaje verbal, la adquisición de la lectoescritura es la
segunda gran revolución cognitiva del individuo occidental en su proceso de
desarrollo y socialización. Ésta refuerza al lenguaje verbal bajo un nuevo sistema de representación visual grafémico: las letras. La lectoescritura
fuerza al sistema visual a diversificar su modalidad de procesamiento, porque crea una nueva forma de percepción llamada visión
alfabética, definida como “la modalidad de la visión que
permite adquirir informaciones y conocimientos a partir de una serie lineal de
símbolos visuales, ordenados uno tras otro de la misma manera que los signos
alfabéticos en una línea de texto” (Simone, 2001).
Al aprender a
leer, la percepción se entrena para seguir la misma naturaleza que los escritos.
Es decir que así como el texto tiene un desarrollo lineal, también la visión que
lo lee será entrenada para producir imágenes mentales en sentido lineal.
La capacidad de
lectoescritura es un requisito para el desarrollo de lo que podríamos
llamar “la habilidad bandera” de la cultura occidental: el pensamiento
lógico-formal. Así como el resto de las habilidades en las otras culturas, esta
modalidad de pensamiento no emerge por sí sola sin la adecuada estimulación. En
culturas industrializadas cuyos habitantes requieren de largos periodos de
formación social, ya entre los 11 y 12 años de edad se espera que un individuo
esté en condiciones neurofisiológicas de adquirir las operaciones
lógico-formales. El adolescente, a diferencia del niño, puede aprender a liberarse
de la inmediatez del pensamiento, siempre orientada al “aquí y ahora” y a elaborar
modelos abstractos o metafóricos sobre todas las cosas (González, 1995).
En un óptimo desarrollo (en
términos occidentales) se espera que aproximadamente a los 15 años se alcance
la etapa que culmina la estructuración del psiquismo (la etapa lógico formal),
habiendo más adelante procesos de incrementación y despliegue, pero ya no de
nuevas estructuraciones evolutivas (ibíd.).
Sobre esta habilidad cognitiva
González (ibíd.) sostiene que “ser hipotético-deductivo es abrirse al
despliegue de mundos lógicamente posibles a partir de conjeturas o principios
seleccionados que son derivados hasta sus últimas consecuencias lógicas”. El
individuo que no ha adquirido esta habilidad halla muy difícil interpretar
refranes como “matar dos pájaros de un tiro”, en los que los significados
literales aluden a un contenido implícito que no se refiere a los pájaros ni a los disparos, sino a conceptos como eficiencia o múltiples logros a partir de pocas
acciones.
Consideremos entonces que dado que la lectura está ligada a una
determinada forma de inteligencia, si ésta se encuentra en declive, también lo
están sus contribuciones a la inteligencia; y lo mismo aplica a la fluidez
verbal.
La influencia del lenguaje verbal en el pensamiento es uno
de los temas tratados en la obra de George Orwell, quien ideó una lengua
satírica llamada newspeak o neolengua
para ilustrar esta relación. Esta podría entenderse como una versión
exageradamente abreviada o simplificada del inglés cuyo propósito “no solo era
proporcionar un medio de expresión para la visión del mundo y los hábitos
mentales propios de los devotos de Ingsoc, sino hacer que todos los demás modos
de pensamiento fueran imposibles. (…) La neolengua fue diseñada no para
expandir sino para disminuir el rango de pensamiento” (Orwell, 1949).
Aunque la neolengua no exista formalmente fuera de la novela 1984, uno podría hacer paralelos entre ella y personas que requieren de gesticular con las manos para terminar sus oraciones o el uso exacerbado y generalizado de la corrección política, un estilo semántico que elimina palabras o expresiones del lenguaje que puedan ser ofensivas para ciertos grupos o individuos.
Cabe recordar: Hablar con propiedad para pensar con claridad.
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