Más arriba de las nubes, se expande una discreta caverna en
las entrañas de una montaña. Su interior, con pinturas rupestres y viejas
puntas de flecha a medio tallar, permanece tal y como sus últimos habitantes la
dejaron.
Sobre la tierra humedecida se sienta en posición de loto un ermitaño.
Lleva meses sin salir y días sin abrir los ojos. Un escorpión sale de su grieta
solitaria y, habituado a la indiferencia del visitante, repta con lentitud
hacia el mismo, atraído por un calor inusual que emana de éste.
Él no lo sabe, pero la actividad eléctrica y metabólica en
su corteza parietal medial ha disminuido considerablemente, mientras que la de
su corteza prefrontal ha aumentado. Pero más importante aún: su mente está en
silencio.
La dificultad para encontrar felicidad en este mundo se
manifiesta desde nuestro primer respiro: nuestras necesidades se multiplican con el paso de las horas. Vivimos permanentemente en el proceso
de crear y reparar un mundo en el que nuestras mentes quieran estar y, aun así,
fallamos. Nos aferramos a placeres transitorios, rumiamos el pasado y nos
preocupamos por el futuro. Nos encerramos en una especie de sueño sintético
para olvidar que la muerte, la soledad, la incertidumbre y el sinsentido existen. Entonces
sucede.
En el silencio resuena el eco de una epifanía:
Pasamos la mayor parte de la vida tratando de llegar a cierto
lugar o adquirir determinado objeto para al fin sentir satisfacción, sin darnos cuenta de que para cuando consigamos aquello que buscamos, ya habrán aparecido otras
cosas que anhelar. Si acaso existe una fuente de bienestar que no dependa de gratificar los deseos, entonces ésta se encuentra presente incluso
cuando todas las fuentes usuales de placer hayan sido removidas.
Como un abanico, lo demás se abre por sí solo: lo humano es ficticio.
Sus reglas, sus miedos, sus apegos no guardan equivalencia con las leyes de la
naturaleza. El pasado y el futuro se esfumaron de su imaginación y con éstos,
su nombre, su identidad y todo lo que alguna vez llamo "suyo". Expresiones como “te amo, porque…” no tienen sentido. Sin el miedo invisible que día a día envuelve el andar de su Self, el amor regresa y emana por sí solo. El Self que reprimía esa sensación es una ilusión que se desvaneció en el momento en el que lo supo. Las preocupaciones son ínfimas e intrascendentes ante la sensación de claridad
sobre su lugar en un universo indiferente.
Explicar la sensación no equivale a vivirla y el ermitaño lo
sabe, pero eso no lo detiene de bajar de la montaña para entregar su mensaje. No
hay descubrimiento más importante y noble del que puedas hablarle al resto y,
aunque en su inexperiencia lo distorsionen y malinterpreten, tal vez siembre en
alguno la curiosidad suficiente para emprender su propio viaje. Por más de que lo útil de este descubrimiento esté en experimentar la sensación más que en ponerla en palabras, preguntémonos: ¿Qué
significa que el Self sea una ilusión?
Una ilusión no es algo que no es real en el sentido estricto
de la palabra, sino un suceso que, pese a no estar ocurriendo en la
realidad tangible, sí ocurre a manera de experiencia en la mente de un
observador. Por ejemplo la ilusión de la mujer giratoria.
La pregunta “¿en qué dirección está girando la mujer?” es
capciosa, porque en realidad no es una figura tridimensional. Estrictamente
hablando, es una silueta negra en 2D que se estira secuencialmente hacia los
costados. En tu mente, no obstante, se construye la sensación de estar viendo a
una mujer girar en una dirección específica, pero mira bien. Si la observas
junto a otras personas, podría suceder que no se ponen de acuerdo en cuál es la
dirección en la que gira.
Adicionalmente, podrías tener la sensación de darte
cuenta de que la dirección en la que la ves girar cambia súbitamente. La imagen
es un GIF de aproximadamente dos segundos que se repite indefinidamente. Los
cambios que percibas, claramente no están sucediendo en la misma, sino en tu
sistema interno de construcción e interpretación de la realidad. He ahí el
origen de la ilusión: tu mente completa vacíos y asume información para
autoinducirse la sensación de entendimiento y control.
Un ejemplo más.
Reproduce el siguiente video breve (no es necesario el audio) y fija tu mirada en el centro de la imagen en
movimiento, parpadeando lo menos posible y verbalizando en voz alta el símbolo que veas. Luego observa tus dedos.
Nuevamente, lo que probablemente estés viendo suceder en tus
dedos con tus propios ojos solo está ocurriendo en tu mente, mas no en tus
mismos dedos. Eso es una ilusión. Una sensación perceptual vívida de la
realidad que no corresponde con la misma, generada por tus propios estados
internos.
Esto no presupone que podamos reducir dicotómicamente las
experiencias en reales e ilusorias. En cada experiencia hay algo de ambos,
porque, a fin de cuentas, nuestros receptores sensoriales y sistemas nerviosos
detectan solo una fracción de los estímulos totales disponibles en el ambiente
y, con esa fracción, arman un todo que se experimenta como estable, continuo y
parcialmente predecible. Un todo que, de hecho, es la superposición de varias
microexperiencias procesadas en distintos circuitos cerebrales tanto simultánea
como secuencialmente. No hay un núcleo o centro en el cerebro que pilotea el
cuerpo y que puede salirse intacto del mismo (llamado también “homúnculo”).
De
hecho, todo acerca de la mente puede ser modificado a partir de modificar el
cerebro. Aunque no es la única manera, la forma más común y rápida de
modificar un cerebro es dañándolo físicamente. El cambio experimentado estará
relacionado al área cerebral específica que se modifique, desde luego. Puedes
dejar de reconocer rostros sin perder la sensación de que conoces a quien
observas. Puedes olvidar los nombres de los animales, pero recordar
perfectamente los nombres de las herramientas. Puedes perder la visión y creer
que la sigues teniendo o incluso perder una extremidad y mantener la sensación
de dolor o movimiento en la misma. Puedes, también, perder (o distorsionar)
todos tus recuerdos autobiográficos y mantener intactos tus recuerdos sobre cómo
tocar un instrumento musical.
Daña una parte de tu cerebro y perderás algo de tu
subjetividad. Daña otra parte y más de ésta se perderá. Tomando lo antedicho
como el contexto en el que una conciencia es puesta en marcha, aparece un
pensamiento difícil de digerir para muchos: Considerar que al dañar el órgano
entero al momento de la muerte, súbitamente emergerás fuera de tu cráneo con tus
funciones intactas, hablando perfecto francés y reconociendo a tu abuela, es un
non sequitur.
La fragmentación en la que nuestra mente está parcelada a
nivel cerebral no es accesible a través de la introspección. No hay nada, por
ejemplo, en la experiencia de verbalizar un enunciado que nos genere alguna
sensación de calor, cosquillas o palpitaciones en el lado izquierdo de la
cabeza (donde, en casi todo el mundo, están las áreas asociadas al lenguaje). Del
mismo modo en que no hay nada en sentirse enamorado o asustado que te revele la
existencia de neurotransmisores, neuronas o descargas eléctricas dentro de tu
cráneo, no hay ningún estado de conciencia alterada que te revele algo sobre el
origen o destino del universo. Lo que esos estados sí revelan, no obstante, es
que las posibilidades de experiencia humana son más variadas de lo que la vida
cotidiana nos ofrece.
Del mismo modo en que la pregunta sobre la dirección en la
que gira la mujer es capciosa, la pregunta “¿quién soy?” también lo es. Supone
que eres uno, que tienes una esencia esperando ser taxonomizada y nombrada. La
búsqueda de una esencia, una personalidad, un ente monolítico con
características definitivas dentro de tu propia mente está inevitablemente
condenada a oscilar en un laberinto semántico sin salida.
Tu identidad no está en tu código genético. Está en tu
imaginación. Es una combinación de recuerdos selectivos parcialmente
distorsionados y fantasías sobre experiencias que aspiras tener alguna vez. Tu
identidad es un personaje creado para desenvolverte en un sistema de símbolos
humanos y, al prescindir completamente de los mismos (por ejemplo aislado en el
monte un par de años) notarás que no tienes
ninguna obligación intrínseca de corresponderle y actuarlo. Por más de que
te des un nombre y definas como alguien con poca paciencia o mala memoria para
los nombres, no estás haciendo más que reforzar un personaje. Los interesados
en este fenómeno pueden revisar información sobre el Efecto Pigmalión o
Profecía autocumplida.
Podríamos ponerlo de la siguiente manera: Del mismo modo en
que un rostro no es exactamente igual a otro, la composición interna de un
organismo tampoco lo es. Puedes tener rutas y ramificaciones únicas en las
venas, arterias y vasos capilares. A nivel de milésimas de segundo, el ritmo de
tu corazón no es siempre el mismo, los tamaños de tus glándulas suprarrenales o
amígdalas cerebrales pueden variar y con éstos, la cantidad exacta de hormonas
secretadas. Es decir, no todos los cuerpos se sienten exactamente iguales.
Algunos experimentarán ciertas sensaciones con mayor facilidad o intensidad que
otros, dependiendo de su herencia genética y ambiente a desarrollarla. A esta
predisposición a experimentar nuestras sensaciones en una combinación muy
específica de frecuencias e intensidades podríamos llamarle temperamento.
Posteriormente, conforme vamos desarrollando habilidades
motrices más complejas, nuestro temperamento motiva algunas reacciones y
comportamientos más que otros. A estas tendencias a alegrarnos con facilidad o
dificultad, a enojarnos con mucha, poca o ninguna provocación, a dejarnos
llevar o no por la curiosidad, etc., podríamos llamarle carácter. Los otros animales también funcionan de ese modo.
Los primates humanos, no obstante, vamos un paso más allá. Aprendemos
un lenguaje con el cual describir, interpretar y exteriorizar las pulsiones de
nuestro temperamento y carácter. Un lenguaje que no se limita a las palabras,
sino que se extiende a la ropa, el peinado, la jerga, los comportamientos, los
juegos, los objetos que acumulamos a nuestro alrededor y toda clase de
símbolos. Exploramos nuestro temperamento y carácter y escogemos símbolos
culturalmente validados para representarlos de la forma que creamos más útil. Aquello para, por ejemplo, ser aceptados, respetados, temidos o amados en la tribu
(cosas de primates, en realidad).
Tomando símbolos que, por las razones que fuesen, nos parecen atractivos construimos gradualmente una identidad con la cual nos comprometemos. Esa parte de nuestra personalidad, no
obstante, es una ficción útil que nos sirve para desenvolvernos en la tribu y
no hay algo que nos encadene o comprometa a seguir representándola más allá de
nuestra creencia de que nacimos con ella. De hecho, podría argumentarse que la
psicoterapia no necesariamente cambia a las personas en "esencia", sino que las ayuda a
reconocer y aceptar sus disposiciones internas con más sinceridad y a encontrar
maneras más eficaces de exteriorizarlas y representarlas en los espacios
sociales que ocupan.
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